—Madrid, 19 de marzo de 2020—. Mientras el coronavirus azota el planeta, los bahá’ís recuerdan al celebrar el año nuevo en confinamiento la admonición de Su profeta fundador de que si los pueblos del mundo no logran unirse, «el bienestar de la humanidad, su paz y seguridad son inalcanzables».
El año nuevo bahá’í comienza con el equinocio de primavera, una fecha que suele caer entre el 19 y el 21 de marzo. Es uno de los nueve días sagrados de los bahá’ís y supone una gran celebración. Este año, debido a las circunstancias mundiales desatadas por la pandemia del COVID-19, no podrán celebrarlo en comunidad como en otras ocasiones. Sin embargo, en todos los países están explorando formas creativas para tener pequeñas celebraciones en los hogares, sin salir, al tiempo que utilizan las nuevas tecnologías de la comunicación para unirse a sus amigos y correligionarios de la localidad y del país.
Tras un período de 19 días de ayuno, que concluyen este año el 19 de marzo, el día 20 de marzo, cuando comienza esta vez el Naw-Rúz —una fiesta que conecta a los bahá’ís con festividades ancestrales de otros pueblos—, será un día extraño: de alegría y esperanza, sí, pero también de reflexión.
La alegría y esperanza procede de un sentido de misión y confianza en que las comunidades étnica, nacional y religiosamente diversas —aunque inspiradas en la visión de Bahá’u’lláh de un mundo próspero, justo, unido, pacífico, sostenible y equilibrado en su dimensión material y espiritual— que han estado forjando durante décadas, pueden servir de modelo de resiliencia y determinación para superar, desde el nivel local, hasta el nacional e internacional, desafíos como el actual. Los lazos que han intentado construir en medio de fuerzas un tanto individualizantes; el compromiso social que han desarrollado, en un contexto de apatía y cierta indulgencia hacia el consumo desenfrenado; la capacidad creciente que han ido edificando en individuos, comunidades e instituciones para emprender proyectos cada vez más complejos que aspiran a transformar las condiciones de vida; y, sobre todo, la interconexión a nivel mundial; parecen haber liberado fuerzas raramente identificables en los discursos prevalentes que dan solidez a la vida cotidiana.
La reflexión, no obstante, emana de la conciencia de que el mundo se encuentra en urgente necesidad de reforzar sus mecanismos de gobernanza global o, en otras palabras, de globalizar la vida política. De no darse este tipo de ajuste, otros problemas más graves asociados con el deterioro medioambiental y la complejización de la vida social que, indudablemente están por venir, pueden asestar golpes demasiado duros en la ya frágil vida humana. El planeta se ha convertido en una aldea que es necesario gobernar.
La esperanza final con la que el Naw-Rúz se celebrará este año, por tanto, radica tanto en las promesas que yacen en sus escrituras sagradas sobre el futuro de la humanidad a largo plazo —«La paz del mundo no es solo posible sino inevitable», es solo uno de los múltiples pasajes en esta dirección—, como en la expectativa de que esta crisis incremente la conciencia de la necesidad de institucionalizar la solidaridad a nivel mundial: «El bienestar de la humanidad, su paz y seguridad son inalcanzables a menos que su unidad sea firmemente establecida».